martes, 22 de septiembre de 2020

Paula Labra: "Compañera de Paso" (Extraído de "Demasiadas Vidas Bailando Juntas", 2020)




COMPAÑERA DE PASO.



El soplo fresco de Septiembre comenzaba a desordenarlo todo. Las profesoras lucían frescas y risueñas con sus ropas y peinados nuevos. Los recreos se alargaban mágicamente sin ninguna explicación. Y las niñas parecían estar más altas, bulliciosas y dispuestas a prestar sus útiles.


Yo también me sentía alborotada y extraña, como si un enjambre de soles quisiera escapar por mi garganta y acabar con mi timidez de cuajo, aunque era imposible que eso pasara mientras no terminara el primer año de colegio; y mientras no aprendiera a leer y a escribir con todas las letras que decoraban las paredes de la sala.


A pesar de mi culpa por existir de una forma tan mínima, la llegada de la primavera le había dado un toque optimista a los olores que desprendían las cosas que estaban cerca: Las gomas de sabor a frambuesa, las puntas de los lápices y las tapas de los cuadernos parecían no haber sufrido el desgaste de mis tareas corregidas; ni el miedo al castigo, cuando los números se atascaban en mi memoria y no podía repetirlos de menor a mayor.


Y aquella mañana, cuando tocaron la campana para el recreo y esa niña desconocida bajó por las escaleras sin ninguna prisa, yo también oí que un susurro anaranjado y dulce me había brotado de la piel y me había hecho parte de aquel mundo nuevo. 


¿Cómo una niña desconocida podía cambiarme la sensación de la piel y del gusto y trasladar mi corazón del pecho al estómago con tanta rapidez? ¿Cómo una niña, que llevaba trenzas como el resto, podía ser tan diferente a todas y agitar mi respiración, a tal punto, de no saber muy bien en dónde me encontraba ni qué sería de mí?


Bajaba las escaleras mirando al frente, con la nariz y la barbilla en alto, como si la ansiedad de las compañeras que corrían a su lado no le importara. Y la posibilidad de caer no existiera para sus pies.


Nada parecía perturbarla, ni los continuos viajes y cambios de colegio por el trabajo del padre, ni tener que quedarse después de las clases haciendo tarea extra porque siempre la pasaban a recoger más tarde.


Ella bajaba ligera como una mariposa debutante en una fiesta llena de colores. Tenía trenzas rubias pero no amarillas (trenzas tono “miel”) trenzas cristalinas, como los tres cubitos de azúcar que mi madrina me ponía en el té, cuando me invitaba a su casa a jugar con su perrita pekinés. 


¡Amaba mirar cómo los cubitos de azúcar se disolvían en el té! Amaba que alguien me invitara a tomar té y no leche... Y me pusiera hallullitas y cubitos de azúcar en la bandeja… Y que me tratara como una persona completa, y no como a una mitad de persona.


Su delantal no era azul sino “rosa”. Y no tenía botones al frente. Tampoco en los puños. Sólo se abrochaba detrás de la cintura con un lazo. 


A medida que tocaba el suelo en donde yo estaba, era cada vez más alta y yo, más pequeña… Y al pasar por mi lado su barbilla era más templada… Y yo, más pequeña.


Llegó en Septiembre, así de pronto, bajando las escaleras… Como si el techo del colegio la hubiera alimentado con sus dibujos de ángeles y nubes para parirla en secreto, toda suave y perfecta. 


Llegó con sus ojos verdes, muy abiertos, y sin cruzar ningún invierno en ese patio. Como si los árboles florecidos y las castañas, que no cayeron en otoño, la estuvieran esperando sólo a ella, junto a la alegría del viento, a los peinados de las profesoras y a las colaciones confitadas. 


Todo parecía ser un mantel decorado para que su espigada serenidad desfilara sobre él. Llegó de pronto. Y se dejó caer como un baño de caramelo sobre mi timidez, mi ignorancia y mi secreta esperanza.


Con su caminar pausado, me arrancó de la oscuridad de aquel patio para recoger las “miguitas”, que su aroma dejaba en el aire. Y me descubrí memorizando el acento breve y ronquito de su voz. Y me descubrí riendo cuando ella reía. Y me descubrí anhelando ser otra, para poder hablarle.


Quizás si se quedara en el colegio hasta la siguiente primavera, pensaba.  


Quizás si se quedara, mi torpe esperanza podría encontrar el modo de alcanzar sus ojos y mirarnos, conversar… Y contarle que yo ya sabía leer.  
Quizás si se quedara… Ella podría descubrime como a una persona completa y podría confiar en mí... Y dejar que yo atara el lazo de su delantal cuando el desorden del recreo lo soltara. 


Me iba pensando en esas cosas todos los días de regreso a la casa, mirando el cielo.  Y mi mamá me retaba porque mis pasos se engarzaban al pavimento.


Luego de descifrar todas las adivinanzas y aceptar complacida las galletas y las cartas que tus compañeras te ponían en los bolsillos, desapareciste… No recitaste en las fiestas de fin de año y jamás pude verte sin tu delantal rosado.


Desapareciste, pero mi esperanza obstinada no te olvidó en mucho tiempo.